La mariquita y su traje verde
La
mariquita decidió cambiarse de traje. Desabrochó los botones de su vestido rojo
y buscó en el armario algo que no le hiciera parecer atrevida. En
realidad, no se relacionaba con muchos animales. Solo salía de casa para ir a
misa y dar clases de canto y no le gustaba llamar la atención.
—Con
éste traje verde pasaré más desapercibida —pensó Lolita sacando la prenda y
ajustándosela al cuerpo con mucho mimo.
Se
miró, se remiró y se vio guapa.
Colgó
con cuidado su ropa de brillante charol bermejo, se pintó los labios de rosa
pálido y salió a la calle.
Aquella
mañana, con el velo en la cabeza - pues era domingo -, comprobó que nadie se
volvía a mirarla como en otras ocasiones. Nadie excepto aquel joven que, desde
hacía unas semanas, se escondía tras los árboles para seguirla con la mirada
encandilada. Era alto, fuerte, elegante y, además, parecía tan tímido que nunca
se había atrevido a darle, siquiera, los buenos días. A Lolita le gustaba de
verdad y creyó que ya que él no se decidía, debería tomar la iniciativa e
invitarle a tomar el té.
—
Debes ser nuevo en el bosque, ¿verdad?— preguntó al apuesto
pretendiente según pasaba por los almendros en flor— ¿Te gustaría merendar esta
tarde en mi casa?
— Co...con
mu…mucho gusto —tartamudeó el forastero haciendo una reverencia mientras sus
mejillas se teñían de rojo.
A
las cinco en punto, el joven atravesaba el jardín de la casa de la mariquita
con un bonito ramo de flores y bombones de grosella.
Tocó
varias veces a la puerta y, al no obtener respuesta, empujó suavemente la
cancela y franqueó el umbral de la casa.
La luz de la tarde primaveral se tamizaba por
entre unos delicados visillos de encaje que cubrían las ventanas, dando a la
estancia un adorable clima cálido y sosegado. Sobre la delicada mesa, cubierta con
un fino mantel de hilo, descansaban la tetera y dos tazas blancas, adornadas
con ramilletes de lilas y, en un rincón de la sala, dormida sobre una mecedora,
se encontraba Lolita con un libro de cuentos reposando en su regazo.
Estuvo
mucho tiempo admirando sus frágiles patitas, sus ojitos negros y los lunares de
su vestido. A él le gustaba mucho más el de color rojo, pensó.
Miró
unas cuantas fotos familiares que
descansaban en una estantería y puso en marcha un tocadiscos: comenzó a sonar
una suave melodía…
La
mariquita comenzó a desperezarse casi al anochecer. Cuando despertó, el
dinosaurio todavía estaba allí.
Mari Ángeles Cecilia Ramírez. Ragomance.
2016
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